Philipa Brown, Pip para los amigos y Ladyhawke para las casas discográficas y prensa, se define como “cantante y compositora”. Desde aquí discrepamos, sobre todo en la segunda parte ya que ajustarse fielmente a los patrones de un estilo musical como un traje de lycra a un cuerpo dos tallas superior no es “componer” precisamente (eso es copiar, ¿no?). Pues bien, esta jovencita, tras haber pasado más hambre que el perro de un ciego y no haber conocido el éxito más que por fotos en las revistas de papel couché un día se debió de decir “¡qué narices! Yo también quiero vivir bien” y voilà, sacó un disco homónimo con un escandaloso sabor ochenteno con tintes de los noventa y decidió subirse al carro del “todo por la pasta”. Con la originalidad brillando por su ausencia y una voz que tampoco es nada del otro jueves, Pip se dedica ahora a recorrer el mundo del brazo de su discográfica creyéndose que es alguien y ninguneando a muchos medios a los que ha hecho trabajar para nada. Hay algo que nos asusta profundamente: si así es antes de ser conocida (dudamos de que alguna vez sea buena), ¿en qué se convertirá cuando sea famosa? Suerte que no la sufriremos nunca.
(En la foto la tenemos de donde no debió salir nunca)