lunes, 22 de febrero de 2010

TERCER MUNDO: 2 - PRIMER MUNDO: 0

Pocas películas son capaces de hacer aflorar las emociones que despierta Invictus, un filme que trasciende lo biográfico para mostrar las bondades de uno de los grandes políticos mundiales de todos los tiempos. Clint Eastwood, afianzado firmemente en el podio de los directores que saben convertir en poesía las historias más anónimas, ha conseguido una obra maestra de un momento histórico aparcado en la memoria de muchos y totalmente ignorado por otros, narrada con un ritmo y una linealidad extraordinarias. A esto hay que añadir la sobresaliente actuación de su protagonista, el (casi) siempre excelente Morgan Freeman –que parece empezar a elegir papeles con mejores criterios–, quien consigue mimetizarse con Nelson Mandela a pesar de las diferencias físicas existentes entre ambos.

Sudáfrica estrenaba su primer presidente negro de la historia y el resquemor del Apartheid estaba todavía demasiado reciente. Blancos y negros tuvieron que aprender a eliminar unas diferencias atávicas artificiales fuertemente afianzadas todavía por el odio a los símbolos mutuos. El 24 de junio de 1995 el equipo de Sudáfrica (con un solo jugador negro) ganaba a Nueva Zelanda en la final de la Copa del Mundo de Rugby bajo los vítores y cánticos de millones de sudafricanos de todos los colores. Ese día se disputaba mucho más que un partido; se dilucidaba el futuro de un país que caminó unido gracias a la humanidad, inteligencia y buen hacer de un hombre y a la confianza y a la capacidad de perdón de un pueblo.


















Esta película va más allá del retrato de un acontecimiento. Es una lección de lo que debería ser la política y de cómo tendrían que actuar quienes se dedicaran a la misma. Pero esto, en un país donde la vocación laboral en el noventa por ciento de los puestos brilla por su ausencia, donde las irregularidades ya no sorprenden, donde los “buenos” avisan a los malos, y donde los jueces se sientan en el banquillo, resulta impensable. Y nosotros nos llamamos primer mundo… Menuda lección de educación, de perdón, de clemencia, de justicia y de profesionalidad dio a los “adelantados” ese país en vías de desarrollo. Pero a esa clase no le interesaba a ningún mandamás asistir a tomar apuntes. Conforme avanzaba la cinta, imágenes de ministros y presidentes patrios, pasados, presentes y futuros desfilaban ante mis ojos avergonzándome de ser tan “evolucionada” y haciéndome sentir tan pequeña ante un sistema que no sólo no me protege sino del que me tengo que defender. Sentí verdadero bochorno de pertenecer a una sociedad que alimenta las diferencias y las rencillas de sus gentes, azuzada y malquistada por quienes deberían sembrar paz; humillación por ser parte de un engranaje incapaz de escapar a un destino que me dictan cuatro privilegiados egoístas y cobardes incapaces de tomar una decisión impopular a pesar de que sea la que corresponde y cuya codicia les lleva a la destrucción un país entero sin despeinarse.

Por todos estos motivos, me llena de orgullo y satisfacción ser “civilizada”.