viernes, 5 de diciembre de 2008

LA MÁS NORMAL DEL MUNDO

Hoy era la presentación. En una tienda del Borne (cómo no). Era una reunión para dar a conocer, no lo sé muy bien, la verdad, creo que un libro de relatos en el que me habría gustado participar pero por lo visto sólo soy buena para hacer de cla. Llegué ni más ni menos que a la hora que ponía la invitación (porque era con invitación) y la persona que me la envió me recibió con un sonoro “¿Ya? ¡Qué puntual!” que entonó al tiempo que se miraba el reloj de mano. No sé, quizás es cosa mía pero yo tiendo a pensar que si alguien te cita a las ocho y media es porque espera que vayas a las ocho y media, no a las siete ni a las nueve menos cuarto, pero parecía ser la única que tenía aquella sensación que comenzaba a convertirse en extraña. Mientras terminaban de preparar el local (esto es, coger dos papeleras y envolverlas en papel de colores para alguna actividad posterior. El que es moderno es como el que es guapo, que con poco, va) yo intentaba establecer contacto visual con alguien; buscaba una cara amiga que se hubiera percatado de había una persona nueva en la habitación, pero todos mis esfuerzos resultaron en vano. Fue viniendo gente que me iba despachando con un frío “hola” que yo acompañaba con una sonrisa. Conforme llegaron más personas, la anfitriona, la única persona que yo conocía en aquella reunión cada vez más…, diría insólita, pero cuanto más tiempo llevo en esta ciudad, más cuenta me doy de aquí son así; se acercó a los nuevos y, tras los consabidos dos besos de rigor los acompañó arriba a tomar vino y castañas. De repente, la marabunta abandonó la parte de abajo al tácito grito de “alcohol gratis” y me dejó con otra chica a la que al cabo de unos incómodos segundos de silencio le pregunté: “¿Es tuya la tienda?” Me respondió que sí y, se calló. El hielo cuajó más compacto incluso que antes. Volví a preguntarle alguna otra cosa sobre el establecimiento y, a mitad de la explicación llegó un muchacho al que ella conocía y sin la menor educación ni miramiento se dirigió hacia él sin llegar siquiera a terminar la frase que me estaba dirigiendo. Y ahí me quedé yo, clavada en la puerta con cara de tonta y postura de idiota. Tras unos segundos de duda pensé “¡Qué pintas tú aquí con esta gente! Abre los ojos, tú eres normal. NORMAL. Tanto que resultas extraña” y, sin meditarlo me largué de allí. A la francesa. Además, la música ya no me gustaba. No me quedaban ni más excusas ni más estómago para permanecer allí.

Conforme iba recorriendo esas callejuelas del vetusto barrio barcelonés en las que comercios con objetos de precios prohibitivos contrastan con la basura apilada a un escaso medio metro de la entrada y con las esquinas donde los orines de perros y borrachos han dejado huellas indelebles tanto en la pared como en el suelo, en el que se pueden seguir los rastros oscurecidos que los estrechos regueros han tatuado en la piedra; callejones donde los olores a retestín se inmiscuyen entre los de los calderos de las cocinas de los restaurantes decorados a la última cuya iluminación es inversamente proporcional a los precios de la carta, y los vahos te abofetean sin avisar al avanzar, una irreprimible sensación de soledad me iba haciendo suya. Comenzó en el estómago y fue subiendo por la garganta, donde parecía haberla controlado, pero fue lista y supo escapar hasta que se condensó en mi nariz que le pasó el mensaje a los ojos y, antes de querer darme cuenta, estaba llorando en mitad de la calle, como una niña perdida. No paré. Seguí deambulando por entre la gente, por entre las luces coloridas y las risas que abandonaban los balcones de los pisos más bajos para trepanar mis oídos, completamente borracha de autoconmiseración. Recorrí las estrechas vías de baldosas irregulares que se me ponían por delante sin fijarme siquiera en la dirección que estaba tomando hasta que, sin darme cuenta, de repente salí a un lugar donde una bocanada de aire fresco y neutro me abrazó. Era una ancha avenida, señorial, espaciosa e impersonal, gris, fría y silenciosa donde el único sonido perceptible era el calmado fluir del tráfico. Atrás quedaba ese otro mundo de apariencias y colores amargos, ese ambiente hostil enrarecido donde la respuesta a una sonrisa era la retirada de la mirada. Había dejado de oír las voces que participaban en conversaciones que nunca me tendrían a mí como tertuliana, las carcajadas de unas bromas en las que yo nunca participaría y las músicas de unas fiestas en pisos a cuyos porteros automáticos jamás llamaría y me sentí bien. Y es que yo no soy ni cool, ni guay, ni chic, ni moderna. Yo soy normal. Tan normal que resulto extraña.