viernes, 20 de febrero de 2009

DESESPERACIÓN

Toda la vida oí a la gente de mi alrededor decirme “tú serás una triunfadora” y así crecí, preparándome para ello. Intentando ser mejor persona y mejor profesional cada día, formándome, aprendiendo. ¿Y cómo he acabado? Ganando una miseria con un trabajo penoso, soporífero y mecánico que sólo requiere un uno por ciento de mi capacidad mental y en el que la creatividad brilla totalmente por su ausencia (eso sí, con nombre de los de ahora, de los que suenan importantes) en una empresa donde saber se considera más bien una desventaja y se nos trata como a memos, con una exquisita corrección política, pero memos. En pocas palabras, soy una perdedora. Me he pasado toda mi existencia esperando mi momento, mi aurora, mi despertar, que alguien descubriera de lo que soy capaz; mendigando una oportunidad para trabajos para los que sé de sobra que estoy más que capacitada. Y ustedes, como yo, se preguntarán ¿qué te ha cerrado las puertas? Pero la pregunta es más bien ¿qué no me las ha abierto? Pues mis apellidos (de la plebe), mi moral (demasiado recta), mi hígado (no soy una borracha ni alterno con los de arriba), mi conocimiento (“demasiado preparada” decían la mayoría). Todo lo que se consideraban virtudes se volvieron en mi contra y empecé a no entender. De repente un día amanecí en un mundo donde lo importante no eran los hechos sino las palabras, donde “el que se movía no salía en la foto”, donde imperaba el "tanto tienes tanto vales" y donde nadie se quejaba. Empecé a no comprender nada y durante años deambulé con la misma cara que se le quedó a Ang Lee cuando anunciaron el Oscar a la mejor película de 2006 y no pronunciaron Brokeback Mountain, la de no entender porqué los esfuerzos y la calidad no tienen la recompensa que deberían. Y cada día menos. Sigo sin comprender cómo residuos humanos de la más baja estofa y sin formación ni valores llegan a presentar programas, cómo se les clama y se les paga por asistir a fiestas donde la gente se da de bofetadas por tocarlos (los que no se conforman sólo con verlos), cómo se les invita a tertulias de televisión en horarios de máxima audiencia para que alardeen de su incultura y de sus adicciones, y se llenen el bolsillo, cómo la gente los sigue, los encumbra, ¡los admira! Cómo cada día pasan por delante de nuestros ojos casos de corrupción y nos quedamos sentados en la silla pensando que no podemos hacer nada, cómo la gente da valor a unos personajes que salen por una pantalla y cuyo único mérito es haber desfinlado ene número de veces por el quirófano o darle patadas a un balón (¿alguien sabe que en el pueblo de Iniesta, el jugador del Barcelona, vive el único español que trabaja en la NASA?), cómo el dinero que debería estar destinado a investigación se diluye en mil imbecilidades más que no sirven más que para que algunos tengan cada vez más, cómo estamos creando generaciones y generaciones de cabestros que no saben ni atarse los cordones de las zapatillas con las dos manos, cómo los jóvenes preparados sirven hamburguesas o reciben llamadas de clientes cabreados por el mal servicio de una empresa por el módico precio de novecientos euros brutos (brutísimos), cómo la gente no se da cuenta de que cada día estamos más a merced de los cuatro que nos manejan, de que el conocimiento es poder y de que cada día sabemos menos.

¿Es que nadie más se da cuenta? ¿A nadie más le importa? ¿Sólo yo me siento así de desesperada?